2-VII-08
Por Alberto Duque López
Nadie ha podido olvidar lo que sucedió el domingo 2 de julio de 1961 a las 6:30 de la mañana en una casa campestre de Ketchum, Idaho, perteneciente a este hombre, Ernest Hemingway, nacido el 21 de julio en 1899, en Oak Park, Illinois y quien, en esa fecha que recordamos hoy miércoles, hubiera estado cerca de sus 62 años, bien vividos, bien gozados, bien golpeados, bien atravesados, bien sorprendidos, bien bebidos.
Recordamos al hombre que enfrentó la muerte disfrazada de todas las formas humanas y animales; que amó desaforadamente todas las posibilidades de la fama, el poder, el dinero, el sexo, el alcohol, los peligros grandes y pequeños, el azar, las mujeres, el boxeo, los toros, los amigos, los viajes, los celos, la soledad, la tristeza, el dolor propio y ajeno, y por encima de todo, que amó y murió por su profunda y más grande pasión, el oficio de escribir, un hombre así era imposible que cumpliera más años de los que alcanzó, interrumpidos además voluntaria y salvajemente.
Por eso lo estamos recordando. Por las dos fechas de julio que enmarcan su corta vida. Ese domingo 2 de julio de 1961, la tranquilidad de la zona rural de Ketchum, Idaho se alteró con un disparo doble producido por una escopeta Boss, británica, calibre 12, de dos cañones, comprada por su dueño en una tienda de Nueva York y accionada por la mano delgada, asustada y temblorosa de un hombre que, en ese momento, apenas tenía esos escasos 62 años, sin cumplir.
Parecen muy pocos años para contener la historia trepidante, emocionante, viva, ansiosa, tensa, violenta, agresiva, exhibicionista, espléndida, contagiosa, soberbia y magnífica de un hombre que con su muerte voluntaria aceptó y continuó la marca trágica de una familia que antes y después de él tuvo otros suicidas: su padre Clarence, su hermana Ursula, su hermano Leicester, su hijo Gregory y su nieta Margaux.
Parecen muy pocos años para comprobar que la vida de Ernest Hemingway es una de las páginas más románticas y aventureras de todos los tiempos, señalada por novelas, cuentos y artículos periodísticos; un premio Nobel otorgado pero no recibido personalmente en 1954; tres hijos; cuatro esposas pacientes (Hadley Richardson, 1921-1927; Pauline Pfeiffer, 1927-1940; Martha Gelhorn, 1940-1945; Mary Welsh, 1946-1961); muchas guerras europeas; escandalosos amoríos con las más hermosas mujeres; trepidantes y discutidas temporadas de toros al lado de los más grandes como Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín; varios accidentes de aviación que le dejaron el cuerpo lleno de cicatrices; largas cacerías de animales grandes y pequeños; extenuantes jornadas en el Golfo de México detrás de los colosales merlines; encierros en sus casas de Ketchum, Key West y Finca Vigía y, por encima de todo, la convicción que siguen compartiendo millones de lectores en todo el mundo, que su lenguaje austero, despojado de adornos y artificios, en el puro hueso, ha sido uno de los aportes más valiosos a la renovación de la palabra escrita.
Su muerte voluntaria, recordada este 2 de julio, ocurrió un domingo luego de dos años infernales durante los cuales padeció y sobrevivió, aparentemente, a la presión galopante de su sangre, el alcoholismo crónico, los problemas cardíacos, el hígado enfermo, el cáncer de piel producido por las insolaciones en el Golfo y otros mares, la depresión, la impotencia sexual y el insomnio que lo hacían ir de bar en bar, de cantina en cantina, o caminar por los bosques en busca de un oso que lo despedazara piadosamente, pero los osos y otras fieras le temían a ese hombre que parecía tener 80 años, arrastraba los pies, lucía descuidado en su aseo personal y tenía el aire solitario de los cazadores.
Sus historias, publicadas en todos los idiomas incansablemente, son tan vigorosas y cargadas de tanta vida que han inspirado películas memorables: “Adiós a las armas”, 1932, de Frank Borzage y “¿Por quien doblan las campanas?”, 1943, ambas de Sam Wood y con Gary Cooper, uno de sus mejores compinches;”Tener y no tener”, 1944, con un director y dos actores míticos, Hawks, Bogart y Bacall; “Forajidos / Asesinos”, una de sus mejores historias, en 1946 dirigida por Robert Siodmak y 1964, por Donald Siegel; “Las nieves del Kilimanjaro”, 1952 más “Fiesta / El sol sale para todos”, 1957, ambas de Henry King; “Adiós a las armas”, 1957, de Charles Vidor y la famosa “El viejo y el mar” de John Sturges, 1958, con Spencer Tracy, entre otras adaptaciones porque el cine y la televisión siguen utilizando sus historias no siempre con la mejor suerte.
Ese domingo 2 de julio el abuelo de Margaux se levantó silenciosamente, salió de la habitación pequeña que ocupaba en la parte trasera de esa casa grande (la esposa dormía en la alcoba principal del segundo piso), bajó al sótano, buscó las llaves del armario donde guardaba las armas de cacería y tomó la escopeta Boss. Mary se despertó en su cama con los disparos que sonaron como una puerta cerrada violentamente. Cuando bajó al vestíbulo se encontró con los restos que durante más de cinco horas serían recogidos, limpiados y desechados por tres de sus mejores amigos de boxeo, tragos y cacerías: George Brown, Don Anderson y Looyd Arnold.
Como todos los años, desde hace 47, miles de seguidores de Hemingway visitan Ketchum, Idaho, quizás buscando el olor de la sangre o el ruido de los dos disparos; acuden a la cita del barrio habanero de San Francisco de Paula, donde la casa de Finca Vigía se viene abajo porque el gobierno de Estados Unidos impidió que los cubanos recibieran una donación para restaurarla de urgencia; pasan por Key West donde la casa donde él también escribió, está tomada por una colonia de jóvenes homosexuales que leen sus libros mientras hacen el amor y escandalizan a las vecinas pudorosas.
Ese domingo 2 de julio de 1961, a las seis de la tarde, Hemingway recibiría el mejor homenaje de uno de sus grandes amigos: Antonio Ordóñez le brindó uno de los toros de su corrida, mientras miles de aficionados en Las Ventas guardaban un silencio profundo, mortal, oscuro, tratando de entender por qué si era el hombre que vivía la vida hasta el fondo, altanera, orgullosa y sensualmente. No en balde dos días antes del suicidio, en la cama del hospital donde estuvo recluido varias semanas, recibiendo choques eléctricos e inyecciones tremendas, escandalizó a médicos, enfermeras y pacientes haciendo el amor con su mujer como una prueba de que seguía vivo o, supuestamente, quería seguir viviendo. Mentira.
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